El circulo de la fluidez-
Se ríe Natalia. Imagina que
las ideas le brotan con rapidez; poseen una fuerza arrasadora y sabe con la certeza
de su megalómano delirio que éstas serán el motor que influya el pensamiento de
muchos de sus coetáneos. Intuye la magnífica tarea redentora hacia los demás,
sabe que de ella depende que otros puedan entender qué significa con exactitud
esta existencia en la gran urbe americana. Continúa fantaseando. A través de su
relato, infinito número de seres podrán identificarse con sus historias y
lograrán una catarsis renovadora. Natalia está al tanto de esto y mucho más que
aún no logra poner en palabras porque las mismas jamás abarcan la experiencia
vital. Mientras estas elucubraciones le asaltan la conciencia, Natalia opta por
hacer una pausa, saborear un cigarrillo que le deja un familiar e
imprescindible gusto a tabaco amargo en los labios y mirar por su ventana de
patio interno enfrentada a otras ventanas de patios internos tan grises como la
suya. Más allá de ella, y a solo
pocos metros, el callejón trasero que condensa pertenencias de los habitantes
sin techo. Un sillón, ropa esparcida, desechos de amores urgentes y protegidos,
la pequeña fuente que temprano en la mañana ella colocó junto a la puerta, ahí
mismo, junto al resto de los objetos desarreglados en la calle , esperando que
alguno aprecie el obsequio que un día le hiciera una enemiga cercana. Natalia
sabe que su espacio es sólo un frágil refugio que la ampara del afuera. Cada
noche, los ruidos nocturnos le interrumpen el pensar con sonidos familiares de
puertas que cierran duramente, de lavadoras que extirpan sedimentos del trabajo
diario, de televisoras ruidosas, de madres que hablan a sus hijos sin el
lenguaje de la ternura, de coches que arrancan o estacionan y de ocasionales
peleas domésticas que exigen intervención de terceros sin que ella decida
hacerlo. Intentando resguardarse, Natalia cierra las ventanas y también las
puertas, sin que le dure demasiado la maniobra de exclusión. Bajo la excusa de
recibir aire fresco, vuelve a abrir todo lo que puede abrir y acepta con
resignación su destino de múltiples y anónimas compañías. Como sintiéndose
parte vital de un cuerpo orgánico tan ajeno a sí misma, a ellas también se
encomienda. Luego procede en busca de respuestas a sus interrogantes, y no
puede más que caminar una y otra
vez por el reducido espacio en el que habita. Justo frente a la puerta de la
refrigeradora descubre que no llegó ahí por cuestiones alimenticias, sino
porque la superficie cuadrada terminaba allí mismo y de golpe fue donde
comprendió que no era hambre lo que le acontecía sino un deseo insoportable de
acercarse a la ventana y mirar el recortado pedacito de cielo mientras recuerda
tiempos antiguos en el que se creía feliz. Dirigiéndose hacia el extremo
opuesto, encuentra al lado de la televisión la puerta del armario con la ropa
que ya no usa pero que aún retiene y en el reverso de la puerta, la fotografía
de la abuela muerta, aquella que espera la bendiga desde el más allá. Le queda
sólo el espejo del cuarto de baño para explorar, el mismo donde a veces pega
con cinta adhesiva las notas que se escribe y que poco lee. Ha tenido que
llegar a ponerlas de tal forma que le impidan ver su reflejo porque de otro
modo, se da maña para no leerlas. ¡Justo allí donde cosas tan importantes están
registradas y ella sin poder leerlas! Vagamente intuye cuánto se está olvidando
de su vida. Inevitablemente, el camino en círculos
llega a su fin y Natalia regresa al teclado donde le espera una hoja dispuesta
a ser escrita sin ansiedad, insolentemente virgen de palabras. Las palabras. Con
la fatalidad de lo irreparable que debe acontecer para cerrar el círculo de la
esquiva fluidez, Natalia se acomoda en su asiento para dejarlas brotar en
libertad.
Moira Nardi
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